El decimoctavo duque de Alba por su matrimonio con Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, Jesús Aguirre (1934-2001), escribió en 1983 una Tercera en ABC en el que relató precisamente la historia de «Un gran duque sin corte», la del «Gran Fernando»: «Nunca fue un cortesano, a pesar de que su ayo, Juan Boscán, tradujo a nuestra lengua el tratado de Castiglione. Tampoco puso empeño en parecerlo. En su retrato, pintado por Tiziano (que, felizmente, conservamos en nuestro palacio de Liria), presenta el rostro un punto desaliñado. No resulta, por tanto, tan peregrina aquella frase de un contemporáneo suyo, dominico y sevillano por más señas: "No se puede lavar el rostro, sino con un lienzo seco se lo estrega". Supongo aquí por cortesano a quien de los trajines en la Corte hace razón de vida. Porque galano sí fue el "gran Fernando". De muchacho, llegó a componer coplas, que don Francés, bufón imperial, echa por oficio a broma. En "una" puente sostuvo un lance de honor que acabó en mera escaramuza; y doñeó, a veces con fortuna y otras con tan poca oportunidad que, tras ellas, sufrió confinamiento por dictado regio. Quizá debamos también reputar como donaire la respuesta que dio al Rey de Francia, cuando se interesaba éste por si en la victoria de Mühlberg, igual que en la bíblica de Josué, se había parado el sol: "Señor, tanto me ocupaba lo que pasaba en la tierra que no me fijé en lo que sucedía en el cielo". Los cortesanos mantenían entonces una actitud que fraguó en partido. Entre sus representantes figuraron traidores a sueldo, como Antonio Pérez, y damas hasta el alma tuertas, como la de Éboli. La enemistad hacia ellos del gran duque tampoco era mera afectación, antes por el contrario apuesta política. Movieron los cortesanos guerra contra el guerrero. Hasta los reales y tacaños oídos llegó la calumnia de la malversación de fondos por parte del duque. Poco tiempo antes había éste impedido que, durante la campaña portuguersa, exhibiesen los nobles boato en la servidumbre y "gritos de colores" en el atuendo. A la hora de la verdad suprema, puesto a morir en Portugal en 1582, puede Fernando de Toledo decirle a Felipe II: "Tres cosas diré a Vuestra Majestad. La una es que no se ofreció negocio vuestro, aunque fuese muy pequeño, que no se antepusiese al mío, aunque fuese importantísimo; la segunda es que mayor cuidado tuve siempre de cuidar por vuestra hacienda que por la mía, y así no os soy en cargo de un solo pan a Vos ni a ninguno de vuestros vasallos; la tercera es que nunca os propuse un nombre para algún cargo que no fuese el más suficiente de todos cuantos yo conocía para ello, pospuesta toda afición". Tamaña declaración de un ánimo, que está a mil leguas de ser adulador, nos la refiere un testigo excepcional: fray Luis de Granada. En carta a la duquesa, a la que llama, por cierto, "la señora más bien casada de cuantas ha habido en nuestros tiempos", tiene los tres extremos que el moribundo elevó al Rey "por tres maneras de milagro". Difícilmente podía cortejar quien tan severa, inusitada verdad impuso a su lealtad, a su servicio. Al costado guerrero del gran duque conviene acomodar "el lente de la razón de las edades", que diría Somoza, también nacido en Piedrahita. Al mal de la guerra se ha opuesto siempre la paz como bien. (No estoy muy seguro de que determinados pacifismos, que más rebullen que bullen en nuestros días, tengan por fin la paz.) En la conciencia colectiva del Renacimiento la guerra está vinculada a la defensa de la patria, de la propia nacionalidad. No por ello se dejó entonces de considerarla como un infortunio. Erasmo y Tomás Moro, Vives y Gueara se atrevieron a bordear, en sus apologías de la paz, el dicterio sobre altas políticas concretas. Alfonso de Valdés es, en la sátira, un exponente egregio de la dialéctica renacentista, mediada por realidades y valores, tales la integridad y el honor patrios, entre paz y guerra; la misma que, referida al III duque de Alba, pone de bulto poéticamente en su "Elegía primera" Garcilaso. En 1535 muere en Italia, tras heridas y padecimientos habidos en la campaña de África, don Bernaldino, vástago menor de los Toledo. Garcilaso plañe sus "claros ojos, su juventud y gracia y hermosura", trocados por la muerte en "sus despojos". El poeta increpa ácremente al mayorazgo, tan avezado en las batallas. ¿Se saca de ellas alguna gloria, algún premio o agradecimiento? Pero a estrofa seguida exhorta al apenado a que afronte su destino sin desmayo, a que no rehúse el pan del dolor que es, según Pero Niño, el que comen los caballeros de la guerra. Actitud ésta que hoy se nos antojaría contradictoria, mas que no lo era entonces, ya que en aquel siglo no había llegado a ser la guerra esa "armonía preestablecida de la aniquilación universal", que pronostica fatalmente Elías Canetti. El propio Garcilaso moriría poco después en un asalto que más que de tal tuvo todo de casi un torneo. El destino hace guiños al carácter; éste puntea a aquél. Por eso la vida y la biografía son magnitudes que nunca se identifican una con otra por entero. La vinculación de Garcilaso con el gran duque rebasa el ámbito de la intimidad para alcanzar cotas de historia literaria. La segunda "Égloga" y la primera "Elegía" no sólo fueron dedicadas a Toledo formalmente como tantas otras obras de nuestra literatura lo están a próceres y mecenas, sino que su asunto es el linaje de los duques y sus gestas. La adopción de la métrica italiana, decisiva para el adelantamiento de nuestra poesía en el Renacimiento, la aconseja Boscán a Garcilaso, y es Dámaso Alonso el que sugiere que la eficacia de dicho consejo se cimentó en la estrecha amistad de ambos vates con el gran duque. Sabida es la relevancia que los ríos tienen en los poemas garcilasianos. Pues bien: el Tormes es un río albano, y fue con el duque con quien el poeta vivió los decursos del Reno y del Danubio para revivirlos luego en transparentes versos. La fluvialidad de esta relación es fiel imagen de otras muchas, caudalosas y límpidas, que alimentó el III de los Alba con los humanistas de su tiempo. Su querencia con Santa Teresa de Ávila; su patrocinio de la primera gran edición de las obras de fray Luis de Granada; la promulgación, bajo el consejo de Arias Montano, de un índice de libros prohibidos más liberal que el del propio Valdés; su educación a cargo de Boscán, sobre la cual Vives y Erasmo cruzan sendas cartas; su hospitalidad en Alba de Tormes, según describe el inconformista Cristóbal Villalón, a sabios que se reúnen para discutir acerca de antiguos y nuevos valores; en fin, estas amistades y otras actidues, como la de poner en solfa las pruebas de sangre en los supuestos judíos, hacen de él un erasmista epitelial. Un Virgilio del siglo XVI también hubiese cantado en el gran duque "al hombre y a sus armas"».
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