Nick Cave en Barcelona: expiación, catarsis y (un poco de) carnicería

Nick Cave se ha pasado buena parte de su vida sembrando vientos eléctricos y recogiendo tempestades bíblicas y ahora, más cerca de los setenta que los sesenta, se ha caído del caballo mientras salía disparado del infierno. Epifanía por las malas, Saulo de Tarso y Agustín de Hipona en el retrovisor y enamorado de la vida aunque a veces, casi siempre, duela. Y al australiano, no lo duden, la vida le ha atestado atroces puñaladas en los últimos años. Dos hijos muertos, amigos caídos -de Shane MacGowan a Anita Lane, destinataria de la sentida 'O Wow O Wow (How Wonderful She Is)'- y discos cada vez más despojados y desgarrados. Muerte, culpa, dolor y, de pronto, algo de luz. Una pizca de esperanza. Sorpresiva epopeya de júbilo para alguien que desfiló por el siglo XX como Príncipe de las Tinieblas y ha ingresado en el XXI tocado y hundido. «Todos hemos tenido demasiado dolor, ahora es el momento de la alegría», voceaba anoche Cave, traje y corbata de oficinista y robusto coro góspel cubriéndole las espaldas, desde el ecuador de su ceremonia de expiación y catarsis en Barcelona. Sólo dos años después de su última exhibición en el Primavera Sound pero todo un mundo, casi otra vida, entre lo uno y lo otro. Sonaba 'Joy', quejido de sintetizadores bajo versos malheridos («me desperté esta mañana con la tristeza por todas partes / me sentí como si alguien de mi familia hubiera muerto», penaba el australiano) y guardaba silencio casi sepulcral el público. El Palau Sant Jordi, es verdad, se quedó a media llenar, pero ya se encargaron Cave y sus compinches habituales, los volcánicos Bad Seeds, de abarrotarlo todo de trance de pianos y latigazos eléctricos. De góspel inflamado, majestuoso rock en los huesos y el violín de Warren Ellis atravesando la carne y el esqueleto de 'O Children'. En los últimos años, al australiano lo hemos visto coronarse como Atila del rock furibundo, pilotar aquella hormigonera de ruido y mugre que fue Grinderman, e incluso escupir fragmentos de su novela 'La muerte de Bunny Munro' junto a su fiel escudero Warren Ellis. Lo de anoche, sin embargo, fue diferente. Otra cosa. De algún modo, esta gira es la consumación de aquella metamorfosis forzosa que empezó con 'Skeleton Tree' (o, ya que estamos, con 'Push The Sky Away', álbum con el la electricidad dañina de los Bad Seeds empezó a diluirse) y de la que Cave sale ahora convertido en escriba de ese Dios salvaje al que dedica 'Wild God', El dolor, asegura, lo ha transformado. Y se nota. Otra cosa es que siga siendo un animal escénico, puro nervio con una presencia y un carisma inigualable. Ahí estaba, imponente, brincando como un poseso y regando con gasolina el final de 'Jubilee Street' mientras la banda mutaba en huracán. El nuevo y el viejo Nick, en misa y repicando: encaramado en las primeras filas, desplomado sobre el piano, y haciendo de los ardores del alma carne de estadio. La herida y el bálsamo, el abrazo y el puñetazo. El éxtasis de 'White Elephant' y la mugre de 'Papa Won't Leave You Henry'. Para los fans de toda la vida, los del caos y la carnicería, reservó el australiano volcánicas y amenazantes versiones de 'From Her To Eternity' (qué cosa más bárbara) y ´Tupelo' (qué cosa aún más bárbara, con el refuerzo de los coros y esa batería-yunque). Al Cave de 2024, sin embargo, hay que buscarlo en la belleza desgarrada de 'Long Dark Knight' y el lamento sobrecogido de 'Bright Horses'. En la atmósfera encantada y épica de 'Cinnamon Horses' y el aquelarre soul de 'Conversion', con el cantante como en trance repitiéndole al público «you're beautiful» una y otra vez. Y la belleza, en efecto, estaba por todas partes. Con 'Wild God' como hilo conductor -sonaron nueve de diez y los versos a todo color de las canciones palpitaban en las pantallas- y momentos de nudo en el estómago cono el final a oscuras de 'I Need You', no fue ayer Cave, no es ya, el predicador furioso y encabritado, sino un explorador del abismo que ha venido a traer un poco de luz. A convertir 'Carnage' en un reconfortante bálsamo y cantarle al amor, siempre al amor, en 'Final Rescue Attempt'. También claro, a desatar una tormenta de aúpa con 'Red Right Hand', revolcarse en la electricidad ponzoñosa de 'The Mercy Seat' y enviar al público a casa con el corazón en un puño tras despedirse a solas en el piano con 'Into My Arms'. Dos horas y media de Góspel de ultratumba para reconfortar a los vivos y recordar a los muertos. Extraordinario.

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