«Esta lengua que uso, por la que a cada instante vierto mi pensamiento y mi corazón, ¿cuándo sonó por primera vez en España?», se preguntó el académico Dámaso Alonso (1898-1990) hace más de 80 años en un artículo que tituló «El primer vagido de nuestra lengua». El célebre filólogo, que fue presidente de la Real Academia y Premio Cervantes, sabía que hacía tiempo que la Lingüística había contestado que «el español actual es el latín que se habla en España en el siglo XX». O dicho en otras palabras, «que el latín llega a ser el español a lo largo de una evolución lentísima y constante, y nunca podemos cortar por un punto y decir: "Aquí está el español recién nacido"». «Así contestó la Ciencia. Pero en el espectro hay un instante en el que ya estamos seguros de ver color amarillo y no verde. Se trata, pues, de saber cuál es el primer testimonio conservado que caiga ya del lado del español, y no del latín», expuso el literato. La dificultad estribaba, según explicó, en que «hasta los aledaños del siglo XIII se escriben en latín más o menos correcto lo mismo los documentos que las historias» y «ese muro artificial nos tapa lo que detrás ocurre». «Sabemos que un siglo antes la lengua hablada había ya producido nada menos que el Poema del Cid», continuó el filólogo, precisando que la copia que se conserva es tardía. Desde época muy anterior, explicó, «los documentos en latín dejan filtrar a veces la realidad de lo que se hablaba; algunas palabras del romance diario se escapan de la pluma que quiere escribir latín. Ni faltan tampoco quienes anoten sobre los documentos latinos la traducción al vulgar de algunas palabras que ya resultaban difíciles de entender. A tales anotaciones llamamos glosas». Según apuntó Dámaso Alonso, estudiando esas glosas y esas faltas había podido Ramón Menéndez Pidal «rastrear la lengua que vivía en España entre los siglos X y XI: genial reconstrucción que nos honra a los españoles, pues no tiene par en la ciencia moderna». Pero el rastreo se podía llevar a cabo con palabras sueltas o frases muy cortas. Solo entre las glosas del monasterio de San Millán de la Cogolla, atribuidas al siglo X, se había encontrado un trozo «que casi tiene ya estructura literaria». Según el relato del prestigioso filólogo, el monje estaba anotando un sermón de San Agustín y en las palabras finales le había apretado la devoción en el pecho. La última frase la tradujo íntegra, pero le pareció seca y la amplificó, añadiendo lo que le salía del alma. Dámaso Alonso reprodujo en su versión original el citado fragmento «que es, hoy por hoy, el primer texto, no podemos decir que de la lengua castellana, pues hay algún matiz dialectal, pero sí el primero de lengua española». Decía así, en castellano de hoy: «Con la ayuda de nuestro Señor Don Cristo, Don Salvador, señor que está en el honor y señor que tiene el mando con el Padre, con el Espíritu Santo, en los siglos de los siglos. Háganos Dios omnipotente hacer tal servicio que delante de tu faz gozosos seamos. Amén». «El primer vagido de la lengua española es, pues, una oración», concluyó en 1947 el académico antes de preguntarse qué balbuceó por primera vez el francés o el italiano. Del primero señaló el famoso juramento de dos nietos de Carlomagno, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, que formaron contra otro hermano un tratado de alianza en el año 842. Luis juró en francés, para que le entendieran los súbditos de Carlos y éste en alemán, para ser comprendido por las huestes de Luis. «En ellos tenemos el primer balbuceo del período francés, un siglo, pues, anterior al del monasterio de San Millán», constataba Alonso antes de trasladarse a la región de Nápoles, en Italia. Las primeras frases en italiano se encontraban, según su relato, en un documento en latín que incluye los juramentos en vulgar de los testigos por una discusión de unas tierras. «Tres primeros murmullos de tres grandes lenguas, cuya literatura llenará el mundo. Y miro, y pienso si habrá sido casualidad -escribió-. ¿O no es, más bien, que tenía que ser así, porque de lo quqe está lleno el corazón habla la boca? España, Francia, Italia... ¡Oh, no!: no ha sido casualidad qeu las primeras frases francesas que conservamos sean militares y políticas (genio de Richelieu, glorias de Austerlitz). Ni que las primeras italianas miren a los bienes materiales (recuérdense las burlas contra banqueros genoveses, en nuestras letras clásicas, pero no se olvide tampoco cuánto oro de Venecia hay en los cuadros de Tiziano). Y no puede ser azar, no. O, si acaso lo es, dejadme esta emoción que me llena al pensar que las primeras palabras enhebradas en sentido, que puedo leer en mi lengua española, sean una oración temblorosa y humilde. El César bien dijo que el español era lengua para hablar con Dios. El primer vagido del español es extraordinario, entre los de sus hermanas. No se dirige a la tierra: con Dios habla, y no con los hombres». Dámaso Alonso no llegó a saber que los primeros «balbuceos» del español se dieron en Burgos. El estudio de los cartularios del monasterio de Santa María de Valpuesta llevó a la conclusión hace unos años de que en esos documentos que arrancan en el siglo IX se encuentran los primeros vestigios escritos del castellano. El artículo del gran lingüista no deja de ser, sin embargo, un deleite para los amantes de esta lengua que usamos, por la que, como Alonso, cada instante vertimos nuestro pensamiento y nuestro corazón.
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