De cómo un cruasán se convirtió en símbolo olímpico

A las once y cuarto de la mañana, ya no hay hueco bajo las sombrillas de la zona mixta por la que pasan los atletas que acaban de correr el maratón de marcha en Trocadero. El sol provoca chispazos en la superficie del Sena, en las hojas de los árboles, en las gafas de sol de los periodistas, en las gotas de sudor. Pero Hana Burzalová tirita. «Hablemos en otro momento», le digo mirándole los brazos, pero ella quiere seguir ahí, porque en el fondo lo que está pasando no es una entrevista, sino un reencuentro personal con el que la corredora eslovaca no contaba. Hana lleva puesto un bikini verde con dorsal, al resto nos sobra la ropa; tiene la piel muy blanca, con algunas pecas y los poros de los brazos y el cuello como minúsculos volcanes. Al principio el temblor es leve, si acaso un escalofrío, así que su pareja en la carrera mixta, Dominik Cerny, le pasa el brazo por encima para transmitirle su calor. « Es la chica de la que te hablé », le dice. Y él entonces sonríe al comprender. La pareja eslovaca acaba de completar los 42 kilómetros de marcha mixta, la exigente prueba con la que Álvaro Martín y María Pérez han ganado el oro. Dominik y Hana lo han hecho en tres horas, tres minutos y cincuenta y cuatro segundos, y se han clasificado en el puesto 18: «Hay quien cree que no tener medalla en unos Juegos es perder, pero con este resultado acabamos de batir nuestra mejor marca personal y la mejor marca de nuestro país», y se abrazan más, buscando el contacto, el roce indisimulado, como si quisieran respirarse. La mano de Dominik cae por debajo de la cadera de Hana, ella posa la mejilla en el hombro de él, y su cercanía física es distinta a la del resto de corredores que en ese momento atienden a decenas de periodistas acodados en la valla, grabadora en mano. En nuestra charla, sin embargo, no hay grabadora: he venido a ver correr a Hana, a darle una sorpresa, y a desearle la más feliz de todas las bodas con su prometido . «¿Cuándo os casáis?», les digo, pero en el fondo lo que me pregunto es que qué momento uno se hace amigo de una atleta en unos Juegos; cómo es posible que suceda la amistad entre tanto fuego olímpico, récords, límites y concentraciones. Todo empezó en las páginas de este periódico, cuando las quejas de los deportistas por el calor y la calidad de la comida en la Villa Olímpica nos hizo proyectar un reportaje: iría a la Villa, al pequeño recinto donde, con un pase especial, dejan acceder a los periodistas y con suerte encontraría deportistas a los que preguntarles directamente. «A ver qué rasco», les dije a Ángel Pereda y José Miguélez, jefes de Deportes de El Correo y ABC, y en el recuadro donde salía su cara en la pantalla del teléfono por el que hacemos las reuniones no supe interpretar qué esperaban de lo que estaba a punto de hacer. Una vez allí, supe que habíamos acertado. Nada más llegar, en vez de deambular, me metí en el Carrefour de la Villa Olímpica, el mejor lugar para observar qué comen los que tienen hambre. Durante una hora, vi qué compraban los atletas, qué cantidades, qué tipo de comida se llevaban a la habitación; conseguí detalles y anécdotas, conseguí declaraciones de dos nadadoras de Japón, una de Libia, otro de Guyana, unos alemanes, así que, sobre las cinco de la tarde, cerré la libreta y aproveché para comprar algo que poder comer: un sándwich y un zumo. Hice cola detrás de colosos, todos en chándal, pletóricos en su mejor (y más importante) momento, pero al llegar a la caja a pagar, la tarjeta de crédito no funcionó. «Aquí solo se puede pagar con Visa», dijo el encargado, y mirando al siguiente cliente, apartó mi comida del mostrador. Que te saquen de una cola delante de deportistas olímpicos es tan embarazoso que salí pitando del súper . Empecé a deambular por la Villa entre deportistas tumbados en colchonetas junto al río, entre otros que escuchaban música, me acerqué a tumbonas donde algunos estaban viendo en una pantalla los Juegos, cuando una voz empezó a gritar: '¡Madame, madame!'. Una joven en chándal corría hacia mí y varias miradas se volvieron a mirarnos. Pensé que había hecho algo malo, que me había colado donde no debía, y ya tenía en la boca preparado el 'excuse moi, je suis desole' cuando vi que llevaba en la mano lo que iba a ser mi primera comida del día; mi sándwich y el zumo. « No podía permitir que te fueras de aquí sin comer », me dijo. Entre balbuceos y risas que parecían gracias, y rodeadas de atletas olímpicos de todas las disciplinas, nos presentamos; empezamos a hablar de su debut en París y del mío, de su futura boda y mi futura novela, del miedo a fallar cuando te enfrentas a algo grande y la satisfacción al lograrlo. El sándwich estaba malísimo, pero lo comí con la misma sonrisa con la que ahora, en la zona mixta del Trocadero, escuchaba a Hana contarme lo que iba a hacer en París tras la carrera y la ilusión que le había hecho descubrir que estaba allí, entre los periodistas, sabiendo que yo no cubría atletismo. «No sé cuándo nos casaremos, quizá me dé otra sorpresa», dice mirando a su prometido, que le pidió matrimonio durante el Mundial de Atletismo de Budapest el año pasado, arrodillado sobre la línea de meta mientras ella corría el tramo final de los 35 kilómetros marcha. El temblor de su cuerpo empieza a ser tan evidente, su piel se está poniendo tan blanca, que a pesar de las fotos que le quiero enseñar, me separo de la valla. «He de irme», le digo, y cuando finjo agacharme para guardar el móvil, saco de la mochila lo que he comprado antes de ir a su carrera. «Supongo que ahora no podrás comer después de tres horas corriendo, pero...», y se lo doy. Hanna cierra los ojos y aprieta los labios mirando al cielo. Si ríe, suena a sollozo. El cruasán aún esta caliente, lo nota en las manos, una forma inflada de láminas crujientes; con la otra mano le doy un zumo . «¡Es justo lo que necesito ahora mismo!», dice al abrir los ojos rojos y mirarme, y tiene que esforzarse para sostener la bolsa marrón con el temblor de las manos; logra sacar uno de los picos del cruasán y empieza a comérselo. No es que tenga hambre, es que en vez de masticar absorbe cada partícula, porque su cuerpo sufre tal desgaste que está a punto de colapsar, ha perdido tantos nutrientes en la carrera que su sistema nervioso le está ordenando que deje de moverse. «Necesito comer, necesito esto, glucosa», dice, y los dedos sísmicos arrancan otro pedazo de cruasán y otro. Y cierra los ojos y da un trago al zumo de naranja embotellado, fresco. «Nos quedamos hasta que terminen los Juegos, así que ahora empieza nuestra luna de miel », dice Dominik para dejar que Hana coma en silencio, que el azúcar le llegue a los músculos. «¿Entonces ya sabes cuándo será la boda?», le digo. Otro trago. «Mmmm, tengo algo en mente, quizá otra sorpresa», y sonríe a Hana, que no deja de masticar. La piel de la corredora está recuperando el color, su piel ahora es lisa: «No podía dejar que te fueras de aquí con hambre», le digo. Acaba de batir su propio récord, el de su país, pero las manos ya no le tiemblan cuando se zampa el último bocado de cruasán.

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