Para Ivan Martynushkin, entonces teniente del Ejército Rojo, aquel 27 de enero de 1945 no prometía sorpresa alguna. Era otra jornada más de la inefable Segunda Guerra Mundial; de cartuchos cuyo sonido llegaba sordo a través de la lejanía, marchas capaces de hacer brotar ampollas del tamaño de la nariz de Stalin (fíjense, pues iba bien armado) y un frío que se colaba por los resquicios del uniforme. Como mucho –y con algo de fortuna– esperaba no toparse con enemigos en su avance desde Cracovia, que ya es mucho decir. Todavía faltaba para la caída de Berlín, eso es innegable, pero el águila nazi había sido derribada ya de su pedestal y solo era cuestión de tiempo que se diera...
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