La guerra callejera contra los «fascistas» (todos lo que no eran de izquierda) durante la Segunda República

Fascismo y antifascismo se han convertido en palabras que, traídas a la actualidad, han adquirido nuevos significados. Pero no es la primera mutación que sufren estos conceptos ideológicos, que han servido de cajón de sastre para que los polos se arrojen cuchillos entre sí a lo largo del siglo XX y, ahora, en pleno siglo XXI. Tan posible es encontrar acusaciones de fascismo en las declaraciones políticas contra la extinta UPyD o UCD, como contra el PP, Ciudadanos, Vox o Falange. Las etiquetas de ultra o extrema derecha se usan indiscriminadamente y, a menudo, salteadas con las descalificaciones de «fascistas» o «fachas» dirigidas a los rivales conservadores. Según recoge la RAE en su tercera acepción, «fascista es la actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo». Es decir, fascismo se puede usar en un sentido genérico pero, en última instancia, fascista es quien pertenece al «movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista». El origen del Fascismo Este movimiento encabezado por Benito Mussolini, un periodista, político y militar criado en el seno de una familia socialista, nació como reacción radical a la amenaza bolchevique y debido al desencanto de ciertos sectores italianos con la democracia liberal que había aceptado, a pesar de pertenecer al bando de las naciones vencedoras, unas condiciones raquíticas tras la Primera Guerra Mundial. No en vano, Mussolini tardó en definir su ideología, limitándose a hablar del fin y no de los medios: «¿Qué se propone? Lo decimos sin falsas modestias: gobernar la nación. ¿De qué modo? Del modo necesario para asegurar la grandeza moral y material del pueblo italiano. Hablemos francamente: no importa el modo concretamente, no es antitético, sino más bien convergente con el programa socialista, sobre todo con lo relacionado con la reorganización técnica, administrativa y política de nuestro país. Nosotros agitamos los valores tradicionales, que el socialismo omite o desprecia, pero sobre todo, el espíritu fascista rechaza todo lo que sea una hipoteca arbitraria sobre el misterioso futuro». Los camisas negras en Bolonia, con Benito Mussolini al frente, en la Marcha sobre Roma.El contexto de polarización política y de depresión económica permitió a los seguidores de Mussolini aumentar en poco tiempo su influencia a través de un discurso de oposición contra otras fuerzas, sobre todo las marxistas, pero repleto de ambigüedad sobre sus futuras intenciones. Su súbito crecimiento electoral en la década de los años veinte sorprendió a muchos intelectuales españoles sin una fotografía clara de lo que era el Fascismo. Ramiro de Maeztu lo definió en el diario «El Sol» como «un movimiento político inclasificable dentro de los casilleros del siglo XX», mientras que el hombre de leyes Camilo Barcía, que llegó a ser miembro del Tribunal Internacional de la Haya, escribió en«La Libertad» con cierta admiración: «No olviden los españoles que Italia es actualmente un semillero de posibilidades, así que contemplémosla desde esta España precaótica. Con todas sus nervios, aquel país busca la claridad, que fue siempre virtud especialmente latina. Si los hermanos de raza asisten a su amanecer, tal vez la luz que un día bañe sus espíritus alumbre un poco este viejo solar de España que entró en un periodo penumbroso, sin reacciones salvadoras». No sería hasta años después cuando cayó la venda que cegaba a muchos españoles y el Fascismo quedó vinculado a la ideología totalitaria que fue y es, con un nacionalismo extremo, un culto a la violencia, un desprecio hacia la burguesía y una exaltación racial, entre sus principales señas. Los seguidores de Mussolini en España En España no le faltaron imitadores a Mussolini. Con pocos medios y menos apoyos sociales, José Antonio Primo de Rivera, primogénito del dictador, creó en el otoño de 1933 Falange, un movimiento político nacional sindicalista que fusionó el fascismo italiano con elementos patrios, como la defensa de la unidad de España o la preeminencia del catolicismo. En 1934, Falange se fusionaría con las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista de Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, de modo que en cuestión de un año Primo de Rivera se encumbró como jefe principal e icono de este movimiento extremo con escaso apoyo electoral pero con gran presencia en la calle. J. A. Primo de Rivera en 1936Entre los falangistas y jóvenes socialistas se produjo una guerra abierta desde que, en enero de 1934, las balas de la izquierda mataran al simpatizante de Falange Francisco de Paula Sampol y después al militante Matías Montero, abatido mientras vendía periódicos de su partido. Falange contestó con virulencia a estos atentados. El pistolerismo se instaló en el panorama político hasta el extremo de que el gobierno del Frente Popular, en cuanto alcanzó el poder, declaró ilegal a la Falange como «responsable de desórdenes públicos», aunque después los tribunales revocaron esta medida. Los términos fascismo y antifascismo irrumpieron al mismo tiempo en el debate parlamentario. Explica el hispanista Stanley G. Payne en su libro «La revolución española (1936-1939)» (Espasa) que el término fascista hacía referencia a todo tipo de derechas, incluidos partidos de centro, como el que representaba Alejandro Lerroux, y hasta a fuerzas de izquierda enfrentadas a los más extremistas. A la vista de lo que estaba ocurriendo en Italia, Austria o Alemania, la sospecha de que el Fascismo podía tomar también el poder en España fue aireada con intereses electorales desde la izquierda marxista. La CEDA y su no fascismo El principal perjudicado de esta generalización interesada de la izquierda fue la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), el partido conservador con más fuerzas y apoyos del periodo. A pesar de la etiqueta, la CEDA no era un partido de inspiración Fascista, como sí lo eran fuerzas más a su derecha. Cierto que sufría de falta de cultura democrática, como la mayoría de partidos del periodo, pero su compromiso con las normas democráticas fue plena y las frases más polémicas de su líder, Gil-Robles, pidiendo más autoritarismo a la república o afirmando, tras realizar una visita a un congreso nazi, que en el «Fascismo» había «mucho de aprovechable», nunca se materializaron en actitudes totalitarias. «Quienes constituimos el partido en cuyo nombre hablo no podemos sentir entusiasmo ni concomitancias con la ideología fascista» El historiador Manuel Álvarez Tardío explica en su libro «Gil-Robles. Un conservador en la República» que la mejor forma de conocer la postura contra el Fascismo del partido católico es acudiendo al discurso fundacional que su líder pronunció el 21 de marzo de 1933 en el Salón Victoria de Barcelona, donde mostró la «discrepancia radical con el Fascismo, en cuanto a su programa y en cuanto a la táctica que lo inspira». Allí aseguró, además, que los movimientos fascistas eran «inadmisibles para quien afirme los postulados del Derecho Público cristiano» y con la defensa de la «personalidad individual». Para el líder de la CEDA, la respuesta al «estatismo absorbente y pagano» del Fascismo era una doctrina católica que «exalta» y «dignifica la personalidad del individuo». Según el historiador Gabriel Jackson el punto común de los partidos que formaban la Confederación era la defensa de los sentimientos e intereses católicos contra las políticas anticlericales de los gobiernos republicano-socialistas presididos por Manuel Azaña y su fin último era modificar la Constitución de 1931. Su programa se resumía en el lema: «Religión, Patria, Familia, Orden, Trabajo y Propiedad». La violencia no entraba de ningún modo en sus planes. Fotografiado en un mitin de la CEDA en el Frontón Urumea de San Sebastián en 1935. Las juventudes de la CEDA, que fueron acusadas de tener una estructura paramilitar como muestra de su vocación Fascista, no fueron un actor protagonista en las batallas callejeras que se produjeron durante los años republicanos. «Somos un ejército de ciudadanos, no un ejército que necesite uniformes y desfiles militares. Somos los más firmes defensores de la legalidad establecida», llegó a afirmar Gil-Robles, que logró conquistar el voto de millones de españoles católicos, no monárquicos pero tampoco marxistas. «Quienes constituimos el partido en cuyo nombre hablo no podemos sentir entusiasmo ni concomitancias con la ideología fascista», afirmó. Y más tarde repitió: «Podéis tener la seguridad de que no existe en nosotros contacto doctrinal ni simpatía ideológica con lo que denomináis movimiento fascista». Pero de nada sirvieron las palabras de Gil-Robles. La CEDA sufrió un número considerable de asesinatos por parte de los más violentos de las izquierdas, que, a partir de 1934, se organizaron en una alianza «antifascista» que originalmente se llamó «bloque de izquierdas», pero que pronto asumió el término, acuñado por la Comintern en Moscú, de «Frente Popular». Esta coalición electoral de fuerzas de izquierdas se postuló como el único freno contra la supuesta amenaza fascista, si bien la realidad es que Falange, el único partido vinculado de forma clara con el Fascismo italiano, era una fuerza residual a nivel electoral, con menos de 10.000 afiliados, y que los generales que finalmente se levantaron contra la Segunda República eran en muchos casos personas sin significación política, como Francisco Franco, o, en todo caso, monárquicos y republicanos. En la amalgama de carlistas, monárquicos, falangistas y conservadores que apoyaron el golpe hubo algunos generales como Miguel Cabanellas, republicano, masón y diputado con Alejandro Lerroux, que dieron el golpe pensando que solo así salvarían la República de lo que consideraban una revolución socialista. Decir que aquello fue un golpe «fascista» o incluso «franquista» resulta anacrónico y propio del presentismo de quien sabe cómo evolucionaron luego los acontecimientos. Violencia en las calles La mayor parte de las aproximadamente 2.500 víctimas mortales registradas a causa de la violencia política entre el 14 de abril de 1934 y el 17 de julio de 1936 se concentraron en los últimos tres años de la Segunda República. En sus investigaciones Eduardo González Calleja, catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid, establece que fueron 196 los muertos en 1931, 190 en 1932, 311 en 1933, 1.457 en 1934, 46 en 1935 y 428 en 1936. El cadáver de Calvo Sotelo, tal y como fue encontrado en la mañana del 14 de julio de 1936 - ARCHIVO ABCLa mayoría de las víctimas pertenecían o eran afines a partidos de izquierda, en muchos casos enfrentados entre sí o las fuerzas de Orden Público, que fueron responsables de gran parte de las muertes. Entre las cuatro ocasiones en las que la izquierda se reveló contra la Segunda República es especialmente conocido la sangrienta Revolución de Octubre, en Asturias, que causó la muerte a 1372 personas (1.051 paisanos, 129 militares, 111 guardias civiles, 70 agentes de los cuerpos de Seguridad y Asalto y de Investigación, y 11 carabineros). Según los datos del periodista Miguel Platón en el libro «Segunda República de la Esperanza al Fracaso» (Actas, 2017), 63 edificios públicos fueron incendiados, volados o deteriorados y 739 casas particulares, 58 iglesias, 58 puentes y 26 fábricas resultaron dañadas. Precisamente a estos incidentes se refirió en sesión parlamentaria Gil-Robles al día siguiente de desaparecer José Calvo Sotelo, asesinado el 13 de julio de 1936, en un discurso que cuestionaba la utilidad del estado de alarma que desde hace meses aplicaba el Frente Popular: «Pero, ¿es que ha cumplido alguna de las finalidades el estado de alarma en manos del Gobierno? ¿Ha servido para conocer la ola de anarquía que está arruinando moral y materialmente a España? Mirad lo que pasa por campos y ciudades. Acordaos de la estadística del último mes de vigencia del estado de alarma. Desde el 16 de junio al 13 de julio, inclusive, se han cometido en España los siguientes actos de violencia, habiendo de tener en cuenta los señores que me escuchan que esta estadística no se refiere más que ha hechos plenamente comprobados y no a rumores que, por desgracia, van teniendo en días sucesivos una completa confirmación: Incendios de iglesias, 10; atropellos y expulsiones de párrocos, 9; robos y confiscaciones, 11; derribos de cruces, 5; muertos, 61; heridos de diferente gravedad, 224; atracos consumados, 17; asaltos e invasiones de fincas, 32; incautaciones y robos, 16; Centros asaltados o incendiados, 10; huelgas generales, 129; bombas, 74; petardos, 58; botellas de líquidos inflamables lanzadas contra personas o casas, 7; incendios, no comprendidos los de las iglesias, 19. Esto en veintisiete días. Al cabo de hallarse cuatro meses en vigor el estado de alarma, con toda clase de resortes el Gobierno en su mano para imponer la autoridad, ¿cuál ha sido la eficacia del estado de alarma? ¿No es esto la confesión más paladina y más clara de que el Gobierno ha fracasado total y absolutamente en la aplicación de los resortes extraordinarios, que no ha podido cumplir la palabra que dio solemnemente ante las Cortes de que el instrumento excepcional que la Constitución le da y el Parlamento pone en sus manos había de servir para acabar con el estado de anarquía y subversión en que vive España? Ni el derecho a la vida, ni la libertad de sindicación, ni la libertad de trabajo, ni la inviolabilidad del domicilio han tenido la menor garantía con esta ley excepcional en manos del Gobierno, que, por el contrario, se ha convertido en elemento de persecución contra todos aquellos que no tienen las mismas ideas políticas que los elementos componentes del Frente Popular».

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