Si a finales de los ochenta los garitos suponían la tierra prometida donde se fumaba y se bebía sin mesura, sus cuartos de baño eran la rebotica del pecado donde la gente practicaba el movimiento de la guitarra eléctrica bajo la lluvia de los paraísos artificiales. Claro que, tanto desparrame, en fin, cobró cruel peaje. Pero no faltan los supervivientes de aquel tiempo esponjoso, chalado. Me crucé con uno de esos veteranos anteayer. Mantenía un punto disparatado en la mirada. Gastaba traje de gama media y una corbata roja cuya punta lamía el inicio de su huevada. Podríamos decir de él lo mismo que de Keith Richards; esto es, que el día de mañana debería de donar su cuerpo a la...
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